martes, 12 de julio de 2016

Precios, control y pobres

Una de las noticias que recorrieron distintos medios informativos en esta semana fue la de la inflación. Se destaca que en el mes de junio llegó a 2.54 por ciento anual, con lo que desde hace poco más de un año se ha logrado la meta de tener “controlada” la inflación, es decir, la suba generalizada de los precios de los productos de la canasta básica. A pesar de que los recientes aumentos en la gasolina y en la energía eléctrica encienden señales de alerta, hasta ahora los datos señalan que los precios en general no han rebasado los límites establecidos en la política económica del gobierno. 

Sin embargo, que las cifras oficiales de la inflación sean moderadas no quiere decir que no se perciba un encarecimiento del costo de vida, sobre todo porque el poder adquisitivo de las personas no ha mejorado. Mientras más de 60 millones de personas viven en condición de pobreza, en medio de un mercado laboral precario y con salarios bajos, una inflación controlada es una buena noticia relativa, porque en realidad no hay mejores condiciones para atender las necesidades básicas. Y es una buena noticia sólo porque hay conciencia de que podría ser peor. 

Dicen que la inflación es el impuesto a los pobres, porque estos no tienen cómo defenderse de una suba de precios, por mínima que sea. Para quien no tiene recursos, el incremento de un peso en la tortilla, la leche o el aguacate golpea directamente en su calidad de vida. Si ya vivir en la precariedad es un castigo enorme, cualquier suba es un golpe que se suma a la tunda diaria. Y esto lo podemos pensar a la luz de millones de hogares que todos los días padecen por falta de recursos, de alimentos y de lo más elemental que podamos imaginar. 

México tiene problemas de pobreza, de empleos y de salarios. Y si pensamos en familias pobres que no pueden conseguir trabajo o consiguen ocupaciones mal pagadas, tenemos que el poder adquisitivo difícilmente puede mejorar, por lo que todos los ingresos tienen como objetivo principal la sobrevivencia. Con una situación como esta es complicado pensar en invertir en la educación de los hijos, en emprender un proyecto o en ahorrar con miras a la vejez. Estamos ante una sociedad de ingresos limitados y de una pérdida constante del poder adquisitivo, por lo que una inflación moderada no alcanza si no se toman medidas que devuelvan a la gente su capacidad de conseguir lo que necesita. 

Si no se hace algo para acompañar esta coyuntura de precios no desatados, no cambiará en nada la situación de millones de personas que de todas maneras no pueden adquirir lo mínimo. Lo que se requiere es recuperar el poder adquisitivo, lo cual sólo será posible si mejoramos la calidad de los ingresos y la formación de los jóvenes para poder emprender y romper con los paradigmas del mercado. Deberíamos apostar, desde lo público y lo privado, por una inversión estratégica en quienes más lo necesitan: en su educación, su salud y sus posibilidades de construir algo diferente a la pobreza.

Publicado la edición impresa de El Sol de Puebla y en Reeditor.com 

Explotados, con estrés y malos salarios

Como en una metáfora de un mundo al revés, en un país que necesita generar empleos y construir oportunidades para mejorar la calidad de vida se combinan factores que pintan un cuadro casi inverosímil: los mexicanos son los que más horas trabajan al año, los más estresados y los que tienen los salarios más bajos. Eso sin entrar en detalles sobre la precariedad laboral, la falta de prestaciones y seguro social o los elevados niveles de pobreza que parecen un castigo sumado a una maldición. En un país de talento y creatividad abundantes, con una generación de jóvenes que merecen grandes oportunidades, tenemos un mercado que ofrece empleo insuficiente y de baja calidad. 

Un informe reciente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) señala que México es el país en el que se trabaja más horas al año: dos mil 246 horas por trabajador. El estudio abarcó a 38 países, entre los cuales sobresalen los trabajadores mexicanos por laborar más horas, frente a los trabajadores de países como Alemania, en donde las horas laborales son mil 371 al año. Pero el resultado de trabajar más no implica mayor productividad ni mucho menos un reconocimiento merecido, sino que el estrés -con todos los males que conlleva- y los malos salarios son el corolario del esfuerzo. 

Ciertamente, tenemos un claro problema de productividad. Y esto no deviene únicamente de las precariedades y condiciones leoninas del mercado laboral sino de una formación de escasa calidad que nos lleva a no tener los conocimientos, competencias y habilidades suficientes para producir más y mejor sin tanto desgaste. Estamos cosechando nuestra propia siembra, con la idea equivocada de que la ganancia proviene de la explotación de la mano de obra y no de la educación, las ideas y la formación de las personas. Absurdo como esperar grandes frutos de un árbol al que no se cuidó y se lo dejó a merced de su suerte. 

Detrás de la baja productividad y de muchos de los males de la precariedad, deberíamos ver las carencias educativas, la exclusión que sufren millones de niños y jóvenes, y la mala calidad con la que se enseña. Es imposible pensar en generaciones que puedan enfrentar el salvajismo del mercado laboral si no les damos la formación que necesitan. Cuando un joven no estudia, no recibe educación de calidad y no se lo prepara para un mercado inestable, cambiante y exigente, difícilmente podemos evitar que termine siendo explotado en un empleo precario, con ingresos bajos y con escasa posibilidad de cambiar de escenario. 


No debería ser así. No se debe esperar que los jóvenes lleguen al mercado para ser explotados ni para exigirles cosas para las cuales no fueron formados. Lo que necesitamos es reinventar la economía, aprender a innovar y a emprender por encima de las malas condiciones que el mercado nos ofrece ahora. No es casualidad que los países que más invierten en la formación de su gente gocen de mejor calidad de vida. Apostemos por la formación, contra la explotación, el estrés y la miseria.