domingo, 14 de diciembre de 2014

Percepciones de corrupción


Por Héctor Farina Ojeda 

Estancado y en mal sitio. Nuevamente, México aparece en el grupo de los países de mayor nivel de corrupción, de acuerdo al Índice de Percepción de la Corrupción 2014, realizado por Transparencia Internacional. Ubicado en la posición 103 de 175 países analizados (el 1 es el menos corrupto y el 175 el más corrupto), se encuentra lejos de los países que son percibidos con menor corrupción y que ocupan los tres primeros sitios: Dinamarca, Nueva Zelanda y Finlandia. En América Latina, por encima de México se encuentran Chile y Uruguay (puesto 21), en tanto por detrás -es decir, con más niveles de corrupción- están Honduras, Nicaragua, Paraguay y Venezuela. 

Este informe se realiza sobre la base de encuestas a diferentes instituciones, mediante las cuales se busca conocer la percepción que se tiene sobre el sector público de cada país. Nos dice cómo nos vemos, cómo percibimos la corrupción en cuanto a trámites, gestiones y administración de lo público. Y los resultados que se difunden todos los años nos muestran que la corrupción sigue carcomiendo a los gobiernos y sigue robando oportunidades a millones de latinoamericanos que se encuentran en situación de pobreza, precariedad y abandono. 

En el caso mexicano, el informe advierte que se requieren cambios radicales en la estrategia anticorrupción, porque hay un estancamiento en la última década. La situación no es nada alentadora, pues conlleva una pérdida de credibilidad en las instituciones, la falta de confianza para las inversiones y los emprendimientos, así como termina limitando el crecimiento económico. No es casualidad que los países percibidos con menor corrupción sean los que tengan los niveles de calidad de vida más altos, los que tengan más estabilidad y menos pobres. Y no es casualidad que los más corruptos tengan elevados niveles de pobreza, injusticia, desigualdad y marginación. 

Algo fundamental que debemos entender es que la corrupción no sólo tiene que ver con los grandes números y con el sector público, sino que afecta a todos los estratos de la sociedad: se manifiesta en la falta de empleos, en la precariedad, en las escuelas que no tienen aulas o en los hospitales sin medicamentos. Se nota en la falta de credibilidad en la justicia, en la inseguridad, en la pobreza educativa y en el sistema de compadrazgo y nepotismo que privilegia a los ineptos antes que a las personas preparadas. La corrupción es un mal culpable de miles de otros males, que carcome, empobrece, frustra y mata. 


Definitivamente no basta con seguir enarbolando el discurso anticorrupción o creando comisiones o instancias financiadas para simular que se hace algo. Hay que mirar a los países exitosos para entender que la cuestión es cultural y que todo pasa por un cambio basado en la educación y la conciencia de la gente. Nos corresponde exigir transparencia, acabar con la impunidad y no tolerar la corrupción, ya sea minúscula o mayúscula. Nos corresponde recuperar la confianza y asumir el compromiso de no corromper ni dejarnos llevar por la corrupción ajena. 

lunes, 17 de noviembre de 2014

Una cuestión de empleos


Por Héctor Farina Ojeda (*)

Uno de los mayores desafíos de la economía mexicana es la generación de empleos. Desde hace muchos años los números de los puestos de trabajo creados son optimistas pero insuficientes, pues no se alcanza a satisfacer las necesidades de la población en edad de trabajar. Mientras se requieren por lo menos 1.2 millones de empleos por año, para atender a los desempleados y a los jóvenes que se incorporan al mercado laboral, con mucha suerte se alcanza a generar oportunidades para la mitad. Esto, sin contar que conseguir empleo no equivale necesariamente a buenos salarios ni a estabilidad ni mucho menos a salir de la pobreza. 

Es curioso que los titulares de los periódicos destaquen que México tiene una de las tasas de desempleo más bajas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), como si esto fuera algo positivo en sí mismo. La comparación es interesante pero demasiado relativa, pues se mide el desempleo mexicano frente a las economías más poderosas del mundo, que no tienen los mismos problemas y, sobre todo, que poseen niveles de ingreso y calidad de vida mucho más elevados. Los datos dicen que en México el desempleo en el mes de septiembre fue de 4.8 por ciento -por debajo del promedio de 7.2 por ciento de la OCDE-, lo que equivale a 2.5 millones de personas que no tienen trabajo. Parece una comparación favorable, pero al analizar los salarios, el ingreso per cápita, las oportunidades laborales y la calidad de vida de los países de la OCDE, seguramente el porcentaje ya no se verá tan positivo. 

Como punto de referencia, desde la crisis económica de 2009 los números de desempleados en México se han mantenido: 2.5 millones de personas sin trabajo y alrededor del 5 por ciento en la tasa de desempleo. Si a esto le sumamos que el crecimiento económico ha sido mediocre en los últimos 30 años -2.4 por ciento promedio-, y que el salario mínimo equivale a cerca de un cuarto de lo que era en 1980, tenemos que no solo no se han generado las oportunidades laborales que urgen, sino que las generadas tampoco son garantía de mejoría. Estamos ante una precarización del trabajo, ante un mercado tradicional que no genera los puestos necesarios y ante salarios que se han devaluado. 

En tiempos del conocimiento, tenemos que apostar por ir más allá de la oferta del mercado tradicional que ya no alcanza. Hay que apostar por la innovación y por la economía del conocimiento, lo que implica pensar más en el sector de servicios, en el que hoy se concentran dos terceras partes de la riqueza. El economista estadounidense Jeremy Rifkin, autor del visionario libro El fin del trabajo, dice que ante un mercado laboral tan inestable hay que desarrollar habilidades para poder innovar y ajustarse a los constantes cambios. 

Ya no basta con esperar soluciones del Estado ni del mercado: hay que apostar por la innovación, por las ideas renovadoras y por el emprendimiento. Los empleos que están generando no alcanzan y la informalidad no es la mejor salida. Es hora de innovar y emprender. 


(*) Periodista y profesor universitario

lunes, 3 de noviembre de 2014

Detrás de lo económico


Por Héctor Farina Ojeda 

No fue una casualidad que hace unos días el ex primer ministro del Reino Unido Tony Blair lo haya dicho claramente: el mayor desafío para México es la educación. En un tono similar, Ben Bernanke, expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos (FED), dijo hace unos meses que la educación es importante no sólo para que disminuya la pobreza, sino porque cuando se carece de ella se desperdician los recursos que tiene el país. 

A principios del sexenio pasado, cuando la gran pregunta era por qué México crecía a tasas mediocres pese a hacer bien los deberes, el resultado de las investigaciones apuntó a una causa fundamental: mala calidad educativa. Sin recursos humanos calificados y competentes, las recetas económicas no funcionaban porque no había la capacidad de maniobra para ajustarse a los cambios constantes de la economía ni para aprovechar las oportunidades que surgen y se van de manera vertiginosa. Actualmente, la situación no ha cambiado mucho. 

La caída de México en el Índice Global de Competitividad 2014-2015 fue un toque de alerta que no hizo tanto ruido como debería: del puesto 55 retrocedió al sitio 61, de un total de 145 países estudiados. El informe de Foro Económico Mundial dice que la causa de la caída es el deterioro de la percepción del funcionamiento de las instituciones, así como la baja calidad del sistema educativo "que no parece cumplir con el conjunto de habilidades que la economía mexicana cambiante exige”. Igualmente, el bajo nivel de implantación de tecnologías de la información afecta negativamente a la competitividad. 

Las llamadas de atención sobre el problema que se encuentra detrás del escaso crecimiento económico han sido recurrentes en los últimos años. Reciente lo advirtió la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que en su informe Panorama de la Educación 2014 dice que México invierte mucho en educación (6.2% del PIB en 2011, frente al 6.1% del promedio) pero ello no se refleja en una mejoría de la calidad educativa. El uso inadecuado de recursos termina devorando los esfuerzos por mejorar la educación, lo que a su vez se nota en aspectos económicos sensibles como la pobreza, la desigualdad, la falta de innovación y el mentado crecimiento económico que tanto se requiere. 

Sin embargo, lo curioso es que haya una cantidad interminable de diagnósticos, estudios, advertencias, recomendaciones y recetas, pero los números de la pobreza prácticamente no se hayan movido: siguen afectando a cerca de la mitad de la población mexicana. Y en el mismo sentido, el crecimiento económico sigue siendo insuficiente y altamente inequitativo, pues se concentra en pocas manos y no llega a los más necesitados.


Hay que sentar una postura clara: sin mejorar la educación, sin mejorar la producción en ciencia y tecnología, y sin tener recursos humanos competentes que puedan hacerle frente a las cambiantes necesidades de un mundo globalizado, los resultados económicos seguirán siendo mediocres. Difícilmente pueda pensarse en disminuir la pobreza o minimizar la desigualdad si no atacamos el problema educativo que limita la economía. Debemos exigir soluciones de fondo a largo plazo y no dejarnos impresionar por parches o indicadores macroeconómicos coyunturales. Los anuncios de empleo o inversiones pueden generar sensación de bonanza, pero esto es efímero y no resuelve cuestiones de fondo. No son los indicadores macroeconómicos ni los números ocasionales, es la calidad educativa la que urge. 

Publicado en el diario Milenio Jalisco, en el espacio "Economía Empática". Ver original aquí:

viernes, 5 de septiembre de 2014

Lentitud en tiempos acelerados


Por Héctor Farina Ojeda (*)

La característica de ser un país cansino, que se mueve con la pesadez propia de la burocracia y la despreocupación de sus dirigentes hacia el futuro, hace que ante la aceleración de un mundo globalizado parezca que se llega tarde a cada una de las oportunidades que se presentan. No es novedad que Paraguay se encuentra muy lejos de la vanguardia en investigación, ciencia, tecnología, educación o competitividad. Pero resulta notable que siempre se posterguen soluciones, se demoren iniciativas o se empantanen proyectos que podrían ayudar a dar pasos hacia el desarrollo.

Como si no fuera una urgencia para mejorar la calidad de vida de la gente, el tema de la educación sigue siendo una discusión cada vez más lejana a las acciones. Mientras los países más desarrollados están en una carrera por lograr la vanguardia educativa, en Paraguay se suceden las huelgas docentes, los reclamos desatendidos y la inconformidad que no logra convertirse en medidas de cambio. Parece que para los gobernantes se puede seguir postergando la imperiosa necesidad de lograr una educación de calidad, en la creencia de que el descontento y el enojo son efímeros y pueden ser contenidos.

La reacción lenta, cómplice y hasta cínica se nota en contrastes increíbles que no pueden explicarse más que de manera irracional. Como cuando vemos un sistema de transporte público obsoleto, colapsado y arruinado que, en lugar de ser reemplazado de inmediato, recibe subsidios en lugar de sanciones. Y cuando la ciudadanía pide a gritos la solución del problema del transporte, el ostracismo se roba las respuestas: pese a tener los recursos, el proyecto y ante la urgencia, hay incapacidad de iniciar las obras del metrobús. En el mundo de la parsimonia y la desidia, se subsidia a los incapaces, se mantiene lo obsoleto, se postergan las soluciones y se castiga a la gente. Todo lo contrario de lo que debería ser en un país serio.

Más allá de las buenas intenciones, tenemos un Estado que devora todas las iniciativas de innovación, los buenos proyectos y las propuestas para salir del estancamiento. Cuando las ideas llegan a las entrañas del Estado y se requiere de una gestión eficiente, todo se vuelve lento, se pierden las urgencias, se demoran soluciones y como resultado se tiene un desgaste costoso e improductivo. Lo pueden ver en las empresas estatales, en la postergación interminable de necesidades como el boleto estudiantil o en las discusiones estériles que se dan en el Congreso, en donde voces procaces y desprovistas de probidad desvirtúan cada iniciativa y la convierten en motivo de desconfianza.

Si algo nos debe quedar claro es que en una época en la que las economías dependen en gran medida de la innovación y de la capacidad de ajustarse a los requerimientos de los tiempos, no podemos seguir con el paso cansino y la vista despreocupada. Con huelgas en las calles, con ausencia de respuestas a los reclamos, con soluciones trabadas y con ideas de aplicación postergada no se puede pensar en que el país deje de ser un referente del atraso y la falta de desarrollo. Hay que romper esa costumbre de dilatarlo todo y de jugar esperando que el rival se canse. Para tiempos acelerados, necesitamos innovación, soluciones rápidas y planificación estratégica para adelantarnos. Algo de eso deberían saber nuestros gobernantes. 

(*) Periodista y profesor universitario. Doctor en Ciencias Sociales.

Desde Guadalajara, Jalisco, México.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Juventud, entusiasmo y empleo

Por Héctor Farina Ojeda (*)
@hfarinaojeda

 La buena perspectiva que tiene Paraguay con el bono demográfico y el crecimiento económico contrasta notablemente con algunos datos que indican que existe un alto desempleo juvenil, problemas con el primer empleo y, sobre todo, una educación que no logra llegar a todos ni brindar la calidad necesaria para que tengamos una generación de profesionales de alto nivel. Mientras tenemos un país joven, con el 60% de la población con menos de 30 años, nos hemos quedado rezagados en cuanto a la generación de empleos, las oportunidades, las ideas y la innovación que se requieren para reformar un país.

No es un problema exclusivo de Paraguay, sino que es un fenómeno de grandes proporciones y distintas latitudes. En México, un reciente informe del Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía (INEGI) dio cuenta de que el desempleo entre los jóvenes que tienen menos de 24 años es del 10%, el doble de la tasa nacional del 5.1% en el primer trimestre de 2014. Si a esto le sumamos el problema de los ninis -los que ni estudian ni trabajan-, que son más de 7 millones en este país, y todavía la enorme informalidad en el mercado laboral, el rezago educativo y la deserción escolar, el panorama se vuelve más complejo. Y el caso mexicano contiene los factores comunes que deberían hacernos reflexionar sobre la planificación que tenemos como país para dar a los jóvenes las oportunidades que necesitan.

Por un lado, nos enfrentamos a un escenario en el que no se generan los suficientes empleos para atender la demanda de la juventud que se incorpora todos los años al mercado laboral. Del otro lado, los niveles educativos para formar a los jóvenes son bajos e insuficientes, por lo que finalmente el mercado recibe mucha mano de obra poco calificada, sin la preparación adecuada para empleos especializados y competitivos. Y en medio, hay una ruptura entre las necesidades de formación de los jóvenes y las ofertas en el mercado, es decir, hay un desempate entre lo que se enseña y lo que demandan los puestos de empleo. Por eso crece la informalidad, que se lleva a una gran parte de la novel fuerza laboral.

Como dice el economista Jeremy Rifkin, nos encontramos ante un mercado laboral cambiante e inestable, en el que la tecnología modifica la forma en que debemos ver al trabajo. Y ante este escenario en constante transformación, los recursos humanos requieren de más habilidades y del conocimiento que permita innovar y ajustarse a los cambios. En este contexto, debemos preguntarnos cómo podemos lograr que los jóvenes tengan una preparación acorde a los tiempos actuales, precisamente en tiempos en donde los ninis, la falta de entusiasmo y las políticas obsoletas amenazan con echar a perder a toda una generación.

Algo que debemos recuperar como si fuera la vida misma es el entusiasmo de los jóvenes por la educación, por la planificación de su presente y su futuro. Con una juventud desatendida y desmotivada, que vive el momento y que busca lo fácil y gratuito, será difícil la construcción de una sociedad mejor. No se puede mejorar la calidad de vida cuando se desaprovecha la capacidad de toda una generación, cuando el mercado los explota y los condena a sobrevivir con salarios miserables, sin expectativas ni rumbo.

Paraguay está ante una oportunidad histórica como nunca habíamos tenido: tenemos a toda una generación que puede redireccionar la economía, la política y la vida del país. Por eso hay que poner énfasis en mejorar los alcances y los niveles de la educación, en lograr una generación de profesionales que puedan reformar nuestros viejos sistemas productivos y que nos enseñen cómo se construye una economía más competitiva y menos injusta. Si formamos a nuestros jóvenes hoy, no tendremos que cargar con una generación pobre mañana.

(*) Periodista y profesor universitario
 Desde Guadalajara, Jalisco, México

viernes, 25 de abril de 2014

Competitividad, una palabra complicada en Paraguay

Por Héctor Farina Ojeda (*)

Parece una palabra mágica, digna de algún cuento de García Márquez, cuando se pronuncia en Paraguay. La invocan los economistas, los empresarios, los políticos y, sobre todo, los gobernantes de turno. Se habla mucho de la competitividad pero siempre se termina diciendo poco o repitiendo lo que ya se sabe, sin que ello implique cambiar una verdad lacerante que ancla a todo un país al atraso: Paraguay es uno de los países más rezagados en materia de competitividad a nivel mundial, de acuerdo a los informes que todos los años hace el Foro Económico Mundial. En su informe 2013-2014, el país se ubicó en el lugar número 119, de un total de 148 países estudiados. 

Quizá sea el empobrecimiento del lenguaje el culpable de que la palabra competitividad, que designa un conjunto de factores, sea entendida de manera aislada y hasta marginal. En lugar de pensar en forma global en los factores de producción, el funcionamiento de las instituciones, las políticas públicas, la educación y la productividad, curiosamente la palabra competitividad aparece en iniciativas aisladas, en discursos empresariales o en promesas electorales de cumplimiento improbable. Así, los productores trabajan por su cuenta, las instituciones no funcionan sino conforme a sus propios intereses, las políticas públicas son inconstantes o a la deriva, mientras que la educación casi olvidada genera un país poco productivo, que puede trabajar mucho pero no producir lo necesario ni con la suficiente calidad. 

Vivimos en una época competitiva y globalizada. Lo que hacemos, lo que producimos y lo que generamos necesita ser de calidad, porque de lo contrario, sencillamente, el mundo prefiere otra cosa. Es una tiranía del mercado en donde nos evalúan todos los días, por lo que tener competitividad no es un lujo sino una urgencia. Y este contexto nos condiciona como economía y como país, a tal punto que seguir con nuestros viejos modelos de producción agropastoril o los recitados sobre la industrialización en momentos en los que lo actual es la economía del conocimiento, parece no sólo poco útil sino hasta cínico, pues se habla del futuro al mismo tiempo que se anclan los pies en el pasado. 

Y aunque los grandes números de la economía nos han otorgado bonanza en los últimos años, la planificación de un modelo económico para el país sigue siendo materia pendiente, al igual que la competitividad sigue postergada bajo la administración de un empresario que dicen exitoso. No se ve el nuevo rumbo ni se ven las ideas que detonarán una revolución que nos lleve a revertir los niveles de pobreza y desigualdad. No hay un norte definido, sino acaso sólo una brújula a la deriva que apunta hacia cualquier lugar y hacia ninguno, quizás con el objetivo único de no hundir el barco y seguir a flote aprovechando algún viento ocasional. Así la economía, así la visión del gobierno. 

Hablar, discutir y planificar sobre la economía del país y sobre la competitividad es una necesidad imperiosa. No se puede seguir remando contra burocracias enredadas y costosas, contra sistemas educativos ineficientes, instituciones poco creíbles y contra la corrupción que le pone el palo en la rueda a cada emprendimiento y a cada buena idea. Y debemos entender que no habrá mejoría económica para los sectores necesitados si no se realiza un trabajo planificado que apunte al mediano y largo plazo, que se base en la calidad educativa, en la inversión en infraestructura de comunicaciones, en ciencia y tecnología, y en un mejor aprovechamiento de los recursos que tenemos. 

La competitividad no se logra con iniciativas aisladas ni compartimentos estancos. Es visión de conjunto, con proyección en el tiempo y con una planificación minuciosa. 

(*) Periodista y profesor universitario 
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el Diario 5 días, el periódico económico de Paraguay