Como en una metáfora de un mundo al revés, en un país que necesita generar empleos y construir oportunidades para mejorar la calidad de vida se combinan factores que pintan un cuadro casi inverosímil: los mexicanos son los que más horas trabajan al año, los más estresados y los que tienen los salarios más bajos. Eso sin entrar en detalles sobre la precariedad laboral, la falta de prestaciones y seguro social o los elevados niveles de pobreza que parecen un castigo sumado a una maldición. En un país de talento y creatividad abundantes, con una generación de jóvenes que merecen grandes oportunidades, tenemos un mercado que ofrece empleo insuficiente y de baja calidad.
Un informe reciente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) señala que México es el país en el que se trabaja más horas al año: dos mil 246 horas por trabajador. El estudio abarcó a 38 países, entre los cuales sobresalen los trabajadores mexicanos por laborar más horas, frente a los trabajadores de países como Alemania, en donde las horas laborales son mil 371 al año. Pero el resultado de trabajar más no implica mayor productividad ni mucho menos un reconocimiento merecido, sino que el estrés -con todos los males que conlleva- y los malos salarios son el corolario del esfuerzo.
Ciertamente, tenemos un claro problema de productividad. Y esto no deviene únicamente de las precariedades y condiciones leoninas del mercado laboral sino de una formación de escasa calidad que nos lleva a no tener los conocimientos, competencias y habilidades suficientes para producir más y mejor sin tanto desgaste. Estamos cosechando nuestra propia siembra, con la idea equivocada de que la ganancia proviene de la explotación de la mano de obra y no de la educación, las ideas y la formación de las personas. Absurdo como esperar grandes frutos de un árbol al que no se cuidó y se lo dejó a merced de su suerte.
Detrás de la baja productividad y de muchos de los males de la precariedad, deberíamos ver las carencias educativas, la exclusión que sufren millones de niños y jóvenes, y la mala calidad con la que se enseña. Es imposible pensar en generaciones que puedan enfrentar el salvajismo del mercado laboral si no les damos la formación que necesitan. Cuando un joven no estudia, no recibe educación de calidad y no se lo prepara para un mercado inestable, cambiante y exigente, difícilmente podemos evitar que termine siendo explotado en un empleo precario, con ingresos bajos y con escasa posibilidad de cambiar de escenario.
No debería ser así. No se debe esperar que los jóvenes lleguen al mercado para ser explotados ni para exigirles cosas para las cuales no fueron formados. Lo que necesitamos es reinventar la economía, aprender a innovar y a emprender por encima de las malas condiciones que el mercado nos ofrece ahora. No es casualidad que los países que más invierten en la formación de su gente gocen de mejor calidad de vida. Apostemos por la formación, contra la explotación, el estrés y la miseria.
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