Por Héctor Farina Ojeda (*)
Parece una palabra mágica, digna de algún cuento de García Márquez, cuando se pronuncia en Paraguay. La invocan los economistas, los empresarios, los políticos y, sobre todo, los gobernantes de turno. Se habla mucho de la competitividad pero siempre se termina diciendo poco o repitiendo lo que ya se sabe, sin que ello implique cambiar una verdad lacerante que ancla a todo un país al atraso: Paraguay es uno de los países más rezagados en materia de competitividad a nivel mundial, de acuerdo a los informes que todos los años hace el Foro Económico Mundial. En su informe 2013-2014, el país se ubicó en el lugar número 119, de un total de 148 países estudiados.
Quizá sea el empobrecimiento del lenguaje el culpable de que la palabra competitividad, que designa un conjunto de factores, sea entendida de manera aislada y hasta marginal. En lugar de pensar en forma global en los factores de producción, el funcionamiento de las instituciones, las políticas públicas, la educación y la productividad, curiosamente la palabra competitividad aparece en iniciativas aisladas, en discursos empresariales o en promesas electorales de cumplimiento improbable. Así, los productores trabajan por su cuenta, las instituciones no funcionan sino conforme a sus propios intereses, las políticas públicas son inconstantes o a la deriva, mientras que la educación casi olvidada genera un país poco productivo, que puede trabajar mucho pero no producir lo necesario ni con la suficiente calidad.
Vivimos en una época competitiva y globalizada. Lo que hacemos, lo que producimos y lo que generamos necesita ser de calidad, porque de lo contrario, sencillamente, el mundo prefiere otra cosa. Es una tiranía del mercado en donde nos evalúan todos los días, por lo que tener competitividad no es un lujo sino una urgencia. Y este contexto nos condiciona como economía y como país, a tal punto que seguir con nuestros viejos modelos de producción agropastoril o los recitados sobre la industrialización en momentos en los que lo actual es la economía del conocimiento, parece no sólo poco útil sino hasta cínico, pues se habla del futuro al mismo tiempo que se anclan los pies en el pasado.
Y aunque los grandes números de la economía nos han otorgado bonanza en los últimos años, la planificación de un modelo económico para el país sigue siendo materia pendiente, al igual que la competitividad sigue postergada bajo la administración de un empresario que dicen exitoso. No se ve el nuevo rumbo ni se ven las ideas que detonarán una revolución que nos lleve a revertir los niveles de pobreza y desigualdad. No hay un norte definido, sino acaso sólo una brújula a la deriva que apunta hacia cualquier lugar y hacia ninguno, quizás con el objetivo único de no hundir el barco y seguir a flote aprovechando algún viento ocasional. Así la economía, así la visión del gobierno.
Hablar, discutir y planificar sobre la economía del país y sobre la competitividad es una necesidad imperiosa. No se puede seguir remando contra burocracias enredadas y costosas, contra sistemas educativos ineficientes, instituciones poco creíbles y contra la corrupción que le pone el palo en la rueda a cada emprendimiento y a cada buena idea. Y debemos entender que no habrá mejoría económica para los sectores necesitados si no se realiza un trabajo planificado que apunte al mediano y largo plazo, que se base en la calidad educativa, en la inversión en infraestructura de comunicaciones, en ciencia y tecnología, y en un mejor aprovechamiento de los recursos que tenemos.
La competitividad no se logra con iniciativas aisladas ni compartimentos estancos. Es visión de conjunto, con proyección en el tiempo y con una planificación minuciosa.
(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México
Publicado en el Diario 5 días, el periódico económico de Paraguay
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