Por Héctor Farina Ojeda
Diversificar la economía mexicana y romper con la peligrosa dependencia del petróleo: este fue uno de los aspectos destacados recientemente por Joseph Stiglitz, ganador del Premio Nobel de Economía en 2001, quien se mostró optimista en cuanto a los resultados que podrían traer las reformas en México. El economista no sólo confía en que las reformas estructurales impulsarán la competitividad del país sino que vislumbra la disminución de la desigualdad social, debido a que se logrará reducir los costos de los servicios públicos, incrementar las inversiones y a partir de ello generar empleos y mejorar salarios.
En este contexto de optimismo, Stiglitz ve en la reforma educativa el factor fundamental para impulsar el crecimiento económico, aunque los resultados se verán en el mediano y largo plazo. Con esta reforma, no sólo vendría una economía más competitiva y diversificada, sino que seguramente una mayor equidad en la distribución de la riqueza al facilitar el acceso de la gente a los mejores empleos. Sin embargo, no es la primera vez que se habla del problema educativo como ancla de la economía, pues aunque abundan los diagnósticos y son conocidas las soluciones, el problema sigue vigente y los buenos resultados en espera.
Detrás del optimismo por la diversificación y de la urgente necesidad de reducir la desigualdad social, hay una serie de trabas y anclas que frenan, limitan y hasta escamotean las buenas intenciones. La informalidad, la burocracia, la corrupción, la inseguridad y la poca transparencia han levantado un muro que parece una frontera entre lo que esperamos mejorar con los esfuerzos económicos y lo que realmente resulta. Como si todas las iniciativas, las reformas o los cambios tuvieran en ese muro su límite, la gran pregunta que deberíamos hacernos es cómo lograr romper con los impedimentos para posicionar ideas y cambiar realidades.
La reinvención de la economía no es sólo una necesidad postergada sino que es una urgencia para atender las desigualdades sociales, para revertir los oprobiosos niveles de pobreza y para pensar en que -¿ahora sí?- los buenos resultados serán equitativos para la gente y no un monopolio de algunos grupos. Y aunque el optimismo de Stiglitz resulte esperanzador, no hay que olvidar que los latinoamericanos somos expertos en sepultar teorías, por lo que no basta con trazar el rumbo y pensar en el destino, sino que hay que prestar especial atención a los obstáculos del camino.
Romper con la dependencia del petróleo y buscar una economía más diversa y dinámica es una buena señal. Ahora el reto es construir opciones que contribuyan a reducir la pobreza, tener mejores empleos y distribuir en forma más justa la riqueza. Si vemos a los países que progresan, podemos pensar en la economía del conocimiento, la innovación, la calidad educativa, la tecnología o la ciencia. Lo cierto es que hay que reinventar lo económico en busca de resultados para la gente y no sólo para el poder o los poderosos de turno.
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