Por Héctor Farina Ojeda
No es casualidad que una economía como la mexicana sea pesada, lenta, dependiente y con una deuda creciente hacia las necesidades sociales. No es casualidad si vemos economías florecientes a nivel mundial que se basan en su capacidad de innovar y crear, de inventar y buscar siempre ubicarse un paso adelante de los demás. Porque, precisamente, la apuesta por la innovación marca una enorme diferencia entre esas naciones que hoy son ricas y las que se debaten entre el atraso y el estancamiento, como en el caso mexicano.
La diferencia es tan grande que hace 30 años Corea del Sur y México tenían situaciones similares, pero ahora los coreanos son una potencia mundial en cuanto a innovación, invenciones, patentes y avances tecnológicos, lo que se traduce en una enorme generación de riqueza que beneficia a su gente. En tanto, en el lado mexicano se mantienen los mismos problemas de pobreza, desempleo, informalidad y se sigue postergando la ciencia y la tecnología, que apenas merecen el 0.5 por ciento del PIB en inversión.
Todos los años, el informe del Foro Económico Mundial sobre la competitividad de las naciones nos recuerda que los problemas de corrupción, inseguridad, baja calidad educativa y falta de innovación limitan el desarrollo competitivo del país. Y desde hace años se tienen diagnósticos suficientes para entender que detrás de una economía lenta y pesada hay un problema de falta de competitividad en los recursos humanos, lo cual limita la capacidad de innovar y ajustarse a un mundo económico demasiado cambiante.
La cuestión de innovar no es algo menor, sino un gran desafío que puede marcar un paso trascendental: hacia el desarrollo o hacia el atraso o el estancamiento. Hay muchas preguntas detrás de la innovación que no hemos respondido con suficiencia: ¿realmente hay un interés por incentivar la innovación o sólo intenciones discursivas que jamás se concretarán? ¿Qué tipo de apoyos reales se les dan a los que quieren innovar? O incluso podemos ir más allá: ¿nos interesa innovar?
Una mirada a los semilleros de la innovación, las universidades, seguramente nos revelará qué tan interesados estamos. Mientras hay una enorme fábrica de profesionales para las carreras tradicionales, todavía no hay suficiente formación de ingenieros para un mercado que requiere ingenieros. Pareciera que seguimos pensando que el mejor camino es la formación para espacios que se resisten al cambio, como si la apuesta fuera por asegurar un cargo mágico que provea recursos de manera infinita. Pero en tiempos de cambio, apostar por no cambiar equivale a perder.
Desde la formación, desde el apoyo económico, desde las facilidades burocráticas y fiscales, la innovación debería ser incentivada como parte de una política económica que busque elevar la competitividad y la capacidad de hacer de la gente. Las universidades, los gobiernos y el sector privado deberían incentivar las innovaciones, ya sea como un compromiso con el país o por la codicia de saber que se trata de un buen negocio.
Publicado en Milenio Jalisco, en el espacio "Economía empática". Ver aquí:
lunes, 6 de abril de 2015
Innovar, un paso urgente
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